renaentista

El Renacimiento representa una espléndida aurora, un auténtico despertar de la conciencia del ser humano, después de una larga noche de casi mil años.

Los siglos XV y XVI, principalmente, son un período de cambios y de revolución en el arte, la ciencia, la política, e incluso la religión, constituyendo un triunfo de la inteligencia y del genio creador, como hacía tiempo no se vivía en Europa.

El hombre renacentista vuelve su mirada a la Antigüedad clásica, y en ella descubre el conocimiento que le permitirá salir de las tinieblas de la ignorancia medieval. A semejanza de un tesoro de joyas que ha permanecido enterrado durante siglos, ese conocimiento lo componen viejos principios y valores, válidos para el ser humano de cualquier época y lugar.

El principal descubrimiento del hombre renacentista será, sin duda alguna, el de sí mismo como ser humano. El hombre medieval creía en Dios, y era, sobre todo, un hombre religioso. En cambio, el hombre renacentista, sin dejar de creer en Dios, va a adquirir conciencia de sí mismo como una criatura muy especial dentro de la Naturaleza, dotado además de una enorme potencialidad. Esta idea le llevó a plasmar la asombrosa obra artística y literaria que conocemos.

De una concepción estática y pasiva del ser humano, se pasa a una concepción dinámica y activa. Como dicen Marsilio Ficino y su discípulo, Giovanni Pico de la Mirandola, entre otros, el hombre se halla justo en el punto central donde se unen el mundo celeste y el mundo terrestre, el espíritu y la materia, de tal forma que puede optar por elevarse hacia lo superior, mediante una vida moral, cultivada y digna, o puede dejarse caer hacia lo inferior, acercándose al nivel de los animales, y por tanto, perdiendo dignidad humana. Esta posición intermedia del ser humano, por la que se le ha llamado "la cópula del universo", es precisamente, la causa de lo que Ficino llamaba inquietudo animi, o eterna inquietud, pues Dios ha creado al hombre para lo infinito, de manera que nada  finito, por grande que sea, pueda satisfacerle jamás y, por tanto, para que esté en la Tierra buscando únicamente su naturaleza infinita e inmortal.

Como explica Pico de la Mirandola, dentro de la multitud de posibilidades que tiene a su disposición en la vida, el ser humano está obligado a elegir la forma de vida más elevada moralmente. Y Pomponazzi añadirá que la excelencia peculiar del hombre está, precisamente, en su vida moral, siendo la virtud, esencialmente, recompensa de sí misma, y el vicio su propio castigo.

Esta especie de glorificación del ser humano, sin olvidar nunca lo divino (como ocurrió después, durante el "positivismo ilustrado"), llevó al hombre renacentista a prestar un especial cuidado por la educación, instaurándose un nuevo modelo educativo, que se ocuparía principalmente de formar al joven en aquellos valores que son propios del hombre, netamente humanos; de ahí que, sin abandonar la escolástica medieval, se recupera el valor de la oratoria y la retórica, pues hablar bien es algo que distingue claramente al hombre de los animales; se recupera el estudio de la filosofía moral y de la ética, y el estudio de la historia como Magister Vitae. Además, el trabajo y el aprendizaje adquieren una nueva valoración, al igual que la relación maestro-discípulo, pues será ella la que permita la transmisión del conocimiento.

El hombre renacentista es artista, es místico, es constructor, es inventor, es científico, es pensador político, es integrador de las diferencias, pues busca la unidad que subyace en todo, es joven y viejo a la vez, pues a su juventud une la sabiduría de la Antigüedad, y en definitiva, es un filósofo, pues ama esa sabiduría, la busca y se esfuerza por alcanzarla.

Sin duda alguna, desde su modesta posición, Nueva Acrópolis participa plenamente de ese pensamiento renacentista, y los filósofos acropolitanos, al igual que aquellos hombres de hace cinco siglos, trabajamos por un mundo nuevo y mejor, porque creemos que el Renacimiento es posible si cada ser humano renace en su interior.

Miguel Ángel Antolínez

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