La palabra dragón viene del latín draco, draconis: ‘dragón’, ‘reptil’, pero también ‘guardián o vigilante’, palabra que procede de la raíz del verbo griego «fijar la mirada», «mirar con mirada fija y penetrante»; así, se traduce por «que mira con mirada fija» y hace referencia a los ojos de la serpiente, que carece de párpados y siempre parecen mirar fijamente.
En nuestra cultura occidental y judeocristiana, la serpiente tiene muy mala fama, está asociada al diablo, el culpable de dar la manzana del conocimiento o de la ciencia a Eva para que, a su vez, se la dé a Adán (¿desde cuándo el conocimiento se considera propiedad del mal?). Pero más allá de religiones quisiera hablar del símbolo, en el sentido de reunir características. El símbolo son dos mitades que coinciden; pues bien, el sabio, el que conoce en profundidad por virtud, es decir, por pureza, se asocia a la serpiente en muchas culturas anteriores a la cristiana (en la América precolombina, en Egipto, en la India, en Tíbet, en China...) por ser el guardián del conocimiento y por vigilar, no solo el bien, la justicia y la belleza, sino la verdad, porque vigila que el mal, es decir, lo injusto, lo feo y lo falso, no entre en su mundo interior ni se extienda por el mundo a través de la ignorancia.
Aunque nos pueda sonar mal, la serpiente es guardián y vigilante, tiene su mirada fija en los grandes arquetipos y por eso tiene alas (serpiente con alas, dragón), guarda las grandes ideas, o ideales que nos hacen evolucionar como conciencias inmortales e hijas de lo divino y nos aparta de la ignorancia, porque da a conocer una realidad profunda y verdadera.
Más allá de imágenes que nos gustan o no, las ideas deben ser claras, guardar y vigilar, sin parpadear, lo que realmente nos acerca a la luz y que nos dé alas que nos eleven hacia lo mejor o a la mejor expresión de nosotros mismos.