En una orquesta, en una película, en una escuela o en una empresa, siempre encontramos la figura del director; en el cine, por ejemplo, se encarga de supervisar todas las funciones necesarias para llevar a buen término el rodaje, pues como decía Alfonso Cuarón, “hasta el asunto aparentemente más nimio puede tener consecuencias extraordinarias”.
Director viene del latín director y significa ‘el que guía en línea recta hacia un punto’. Sus componentes léxicos son: el prefijo di- (‘divergencia’, ‘múltiple’), regere (‘dirigir en línea recta’, ‘poner derecho’, ‘enderezar’, ‘gobernar’), más el sufijo -tor (‘agente’). El verbo regere se asocia con la raíz indoeuropea reg- (‘poder para gobernar’), que se traduce por ‘jefe’, y este del latín caput (‘cabeza’).
Todos tenemos dotes de mando, pero muy pocos son los que conducen con rectitud, en línea recta hacia lo mejor, a la perfección. Pero quizás a muchos se nos olvida conocer lo que es derecho, recto o perfecto, o por lo menos tener una idea lo más acertada posible, para poder plasmarlo. Al no conocer, deseamos más el poder y no tanto el camino de exigencia que hay que recorrer para llegar a ser auténticos directores. De ahí que entonces se dice que el poder corrompe.
El poder no corrompe, lo que corrompe es la ignorancia y no movernos para salir de ella. Al no formarnos en valores, en la ética de vivir según unos principios rectos que nos verticalizan hacia lo mejor de nosotros mismos, caemos en una estrechez horizontal donde el poder se vuelve la fuerza de plasmación de nuestras perversiones. Un buen director no deseará que todo se coordine por gusto y mañana cambie de parecer, o porque le agrade más que sea así o porque así lo ordena, sino que hará el esfuerzo justo para que el bien del conjunto sea lo más armónico posible y que brinde a las conciencias una vivencia más real y auténtica, no forzando ni comprando voluntades.
¿Quién sería un buen director? Aquel que antes ha realizado el trabajo de serlo para sí mismo, y eso es lo que le da la autoridad moral o poder.